Las hadas del hospital le pusieron al bobo tragador de nubes una almohada chata y le sacaron sangre de cualquier vena. Él les hablaba de sus quimeras rosadas, recitaba versos y pensaba en un techo de cristal o en un patio abierto para bien morir. Tomó la posición más cómoda, dejó caer delicadamente el dorso de la mano con la placidez del descanso eterno, y sintió que el mundo rodaba, rodaba...
El chagásico alcohólico de la cama vecina, doblado, como un compás, lo miraba y se pellizcaba las uñas enlutadas con ambas manos; estiraba el colchón como si quisiera arrancar un esqueleto, y mirando la cama del bobo tragador de nubes, le decía: ¿Y vos, quién sos? Matala, matala, quemala, clavale el cuchillo, apagala, apagala!...
El ingenuo soñador nada escuchaba, sólo entreveía en sueños blancas enfermeras como frágiles libélulas traspasadas de luz y un ajuar de intangibles y bordadas mariposas nocturnas que rondaban la cama del chagásico enloquecido.
También vio descender desde el panorámico techo de cristal una tarántula pelusienta y avellanada que balanceándose sobre la cama, envolvía y aprisionaba al anémico loco.
Asomóse el sol abriendo en lo alto grietas y colores. El bálsamo del amanecer tendió un arco de luz bajo el cielo verde agua. Corrió desde el fondo bajo y amargo del cerro una brisa acidulada y tierna, y las silenciosas hadas de la noche recorrieron las iluminadas galerías del San Bernardo... Y el bobo tragador de nubes, siguiendo por la ventana el camino que abre la rosada cima del Portezuelo, entre lágrimas y cristales exclamaba: ¡Oh, la vida, la vida!...
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