jueves, 16 de junio de 2011

Muerte de Güemes (ante el cuadro de Alice)



El alba no había mojado aún las ramas de los árboles y el héroe estaba agonizando. Sí, Martín Güemes, su vida, su pulso, era un lento desangre. Como sí se estuviera yendo en auroras para siempre. Como si por la herida solita y triste, le lloraran los ojos a la Patria. Martín Güemes se iba puro y en silencio. Sin que avergonzara su garganta, sin que la quemara, el quejido que no es de hombre. Apenas si el ¡ay! se le hacía macho, machazo, se le alargaba en ¡Ayjuna!

El Héroe estaba yéndose. Hacia su frente pálida de nobleza, retintas, volcábanse las ondas de su pelo. Sus ojos conservaban no obstante, ese brillo de agua enfurecida, todavía. Pero en la boca estaba el dolor partiéndole los gestos. Por allí, venía desembocándole la muerte, una muerte que segundo a segundo le espesaba el aliento, el aire de libertad que mojara su pecho.

Ya los ojos embarrados de muerte, como si lo que moría no fuese un hombre sino un trozo de arcilla, un gajo de barranca, un trozo de tierra. Y junto a él, sus gauchos, con los ojos más negros que la noche, clavados en la sombra, le miraban. Le veían desde su propio horizonte terroso como quien ve apagarse su propia última luz. En el Héroe estaban casi borrados ya, como árboles moviéndose en su torno. Desde su catre improvisado en cueros recién sobados. Desde los cuatro horcones que le sostenían como cuatro brazos de savia embravecida. Ahora ni los ve, siquiera, pero los siente galopar sobre sus propios latidos, porque Martín Güemes, en su agonía, les va pasando lista desde el umbral de la muerte. Los va alistando en ríos de varones y enarbolándoles su coraje terrible por la tierra.

Sí, Martín Güemes se muere. Por donde entró la bala se derrama su hombría encabritada como un potro. Como un potro de sangre que lo quemara todo, alucinado.
Hay un silencio estremecido de caballadas sudorosas. Y de guardamontes, mientras el Héroe, con vida todavía, borra sus pasos con su sangre. Y no hay sendero que no esté desandando, ni huaico, ni quebrada, ni cumbre. No hay cardón que no sienta en sus espinas el peso de su sombra ya que está por morirse. Ni caballo que no se estremezca todo, como si hubiera sentido la mano del Héroe acariciándolo. Ya se va para siempre por el agua pensativa que duerme en los ojos de las caballadas nerviosas. Y eso que está empañando las puntas de las lanzas, no es sino su propio aliento, su último aliento.

Ahora algo tienen quebrado los gauchos. El dolor, de golpe, los ha dejado quietos, como rocas de pie. Ya no les queda nada entre las manos terrosas de fajinas y apenas humedecidas de sudores heroicos.
Lo que del Héroe queda es ese montón de carne apenas quieta y esa barba espesa donde piensa una gota de rocío. Pero el Héroe está en ellos, en su sangre, en esa luz de estrellas que les hiere los ojos. Y en la tierra, su tierra alzada de alaridos, cuando ellos, “iluminados de odio, azules de relinchos, reclamaban a sus dioses su derecho a tener libertad como los pájaros”.
El Héroe ya no está. Martín Güemes ha muerto.

Cuando llega el amanecer, llega sin sangre. Por la herida del héroe se ha volcado a la tierra.


Autor: Manuel J. Castilla

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